Hace ya un largo rato, pensé en dedicarme a la vida callejera.
No tan convencido de este sentimiento, un día me lancé, así sin más, a alguna avenida de la ciudad, sin luces ni autos que pudieran hacerme algo de compañía.
En pleno disfrute del silencio mortifico agobiante, casi palpable a mis dedos, vi, o creí ver, un mechón de pelo, no sé que color, ya que la poca luz que distinguía eran mis ojos reflejados en la luna.
Lo seguí, guiado por un impulso ajeno, jadeando de la curiosidad, y de miedo.
Al llegar a 5 metros de donde creí ver tal maravilla, por alguna razón inesperada, doblé en una esquina, y me refugie debajo de un toldo semidestruido. Entre el denso frío y la soledad palpable, alcé un brazo para taparme los ojos de un encendedor agobiante, que estaba frente a mí, observándome.
Viendo como se aproximaba, actué instintivamente. Me agazapé y me abracé las piernas, temblando, quizá de deseo que se vaya. Mí único recuerdo, fue una caricia, que sentí una bofetada.
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