Otra vez, la vuelta a casa. El tren, hoy especialmente hasta las tetas, huele mal y va muy despacio. El cartel negro que diga “GLEW” en rebosantes letras blancas será el final del recorrido para Julián. Pero, apenas pasada la estación Avellaneda, parece un horizonte muy lejano.
El trayecto hasta dicha estación lo hizo con el sobaco de un gordo parecido a Brutus horriblemente cerca de su rostro. Hubiera querido voltear , pero eso significaba quedar de cara al pañal cagado de un bebé subido a caballito de su madre. Afortunadamente, Los tres (brutus, el niño y su madre) bajaron en Gerli, dando por terminado el turno de doble penetración nasal. En Gerli, generalmente no sube nadie, pero este día (laborable, muy caluroso y de paro de colectivos) también jugó El Porvenir, que, por primera vez en su historia, pelea con grandes chances el acceso al reducido por el segundo ascenso a la B nacional. Es así que unas seis o siete personas, de las que Julián suele denominar como “monigotes” (siempre que no se le acerquen mucho y puedan escucharlo) suben a la formación por la puerta más cercana. Mientras animosamente cantan que van a matar a tiros a alguien, se pasan un tetrabrick cortado casi a la mitad. El olor del vino mezclado con cualquier pindonga, descompone al joven, que ese día fue a trabajar con una resaca espantosa y sin comer (memoria emotiva, que le dicen) y el arroz con pollo que comió al mediodía comienza a corromper el orden institucional en su vientre. Es por esta razón que decide abrirse paso entrela gente hacia otro vagón. Es increíble el poder de la casualidad.
El tren llega a Lanús sin más problemas para Julián. Aliviado al cambiarse a un vagón un poco menos poblado, logró apoyar el traste en uno de esos caños torcidos con forma de asiento que, por alguna misteriosa razón, no tienen asiento. Mientras se putea por dentro por haberse quedado sin pila para el discman (el pobre iluso todavía no sabe que en cuestión de meses se puteara por haberlo comprado, en primer lugar) intenta, con todas sus fuerzas, disfrutar del mismo paisaje que ve todos los días, con ojos de novedad. Prueba entrecerrando los ojos… torciendo la cabeza, pero nada. Tiene un momento de… digamos lucidez, para ser generosos, y saca un fibrón de su mochila y dibuja un pequeño dragoncito que escupe fuego, sobre el vidrio de la ventanilla. El dibujo es muy bonito en un principio. Julián decide agregarle unas cejas como de enojado primero, un chaleco de motoquero después y por último una motocicleta, terminando de estropear el dibujo, que ya no se entiende si es un dragón, un pene o la cancha de El Porvenir. De todas formas, logra entretenerse durante un largo rato y recién regresa al mundo de los adultos al llegar a la pituca ciudad de Adrogué. Otra vez, es increíble el poder de la casualidad.
Si
seguía boludeando un rato mas no la hubiera visto nunca, ya que ni bien entró
se hizo lugar parada de espaldas a él. Tampoco la hubiera reconocido si no
pasara casi la totalidad de su tiempo libre boludeando con el Messenger: el,
por entonces, novedoso servicio para pajeros de Hotmail, lo que le permitía
verla en fotos casi todos los días. Por último, pero en realidad primero en
importancia, tampoco la hubiera reconocido si no siguiera perdidamente
enamorado de ella.
Unos pocos besos mal dados en el verano
del 99 le alcanzaron para quedar absolutamente maniatado de amor. Un amor que
nunca existió o que, en caso de existir, murió cuando ambos terminaron séptimo
grado, fue velado cuando ella empezó el secundario en capital y empezó a largar
olor a podrido cuando él repitió octavo del polimodal.
Conociéndolo un poco uno podría reconocer en Julián uno de esos pobres pibes
que nunca encontraron algo remotamente parecido al amor mutuo y se aferran a un
vago recuerdo para sobrevivir. Pero la realidad es un poco peor que eso: lo cierto
es que Julián tuvo algo así como un par de noviecitas, que lo quisieron y hasta
lo consideraron un tipo interesante, pero por alguna razón nunca pudo sacarse
de encima la obsesión por esa piba que se fue del barrio hace años y que vio en
vivo y en directo por última vez en la prepubertad.
Sin embargo, desde aquel agreste viaje de egresados en épocas en que moría la
convertibilidad, nunca más se animó a hablarle. Eso sí, alguna vez, gracias a
los avances de la tecnología, le envió un zumbido de madrugada.
Bianca sí parece tener pilas en su discman, o en lo que sea que está usando, porque enseguida se coloca los auriculares y empieza a cabecear al ritmo de una música que para Julián es imaginaria ¿Será el cassette de compilados románticos que le grabó y le obsequió durante el viaje de egresados? Nunca lo sabremos. Él no puede dejar de mirarla. Tiene puestos unos jeans celestes casi blancos y un pullover amarillo de cuello de tortuga, además de una ínfima mochila colgando de sus hermosos hombros. Lleva en la mano una carpeta verde translúcida llena de fotocopias, con letras prolijamente resaltadas en amarillo y magenta. Su pelo es tan negro y liso como siempre y llega exactamente hasta el lugar donde empieza su espalda. Tiene el flequillo rectilíneo cortado medio centímetro arriba de los ojos. Entre sus cabellos logran asomarse las puntas de sus orejas, de las que cuelgan dos grandes aros cromados. Casi no usa maquillaje, apenas un sutil toque de sombra alrededor de sus enormes y hermosamente marrones ojos y un poco de color en los labios finos, como de princesa. Julián miró su rostro apenas uno o dos segundos y sin embargo todavía puede ver, hasta casi oler, cada uno de estos pequeños detalles.
Julián sabe que Bianca se mudó a Adrogué donde vive con sus padres. Sabe también que estudia magisterio en Lomas y que tiene un perro mestizo, del tamaño de una budinera grande, llamado Cachi. Aunque parezca increíble, a Julián no le avergüenza ni un poco saber todas esas cosas.
Mientras observa indisimuladamente las nalgas de Bianca, trata de pensar como iniciar una conversación, o como hacerse notar siquiera. Lamentablemente, eso de pensar nunca se le dio demasiado bien. La última vez que se vio en la necesidad de hacerlo con tanta premura, terminó por decirle “Tuve el velorio del casamiento de mi hermana con faringitis” a su ex jefe.
Como suele ocurrir con las cosas que anhelamos, a Julián le resulta más fácil (y placentero) imaginarse el paso siguiente a un hipotético excelente inicio de conversación. Se imagina bajando del tren junto a Bianca (sea en la estación que sea, claro está) y hablándole de lo mucho que había pensado en ella, de un modo que suene más interesante que aterrador. Se imagina señalándole la fachada de la escuela y riendo los dos al unísono. Se imagina besándola apasionadamente, en la puerta de su casa primero, en un crucero transatlántico después. Julián queda absorto unos segundos, hasta que despierta y se da cuenta que en la próxima estación deberá bajarse. Se cachetea a si mismo fuertemente en pos de la concentración. Esto despierta la atención de muchos pasajeros, pero entre estos no se encuentra su amada.
Julián
vuelve a enfocarse en la tarea de pensar temas de conversación que de alguna
forma lo lleven a encamarse con Bianca, pero no se le ocurre nada. Empezando
por la negativa, trata de descartar opciones. Supone que le convendría evitar el
tema del polimodal, que todavía no pudo terminar, o de su trabajo, que por un
sueldo de hambre lo tiene doce horas encerrado en un cuartucho con olor a
humedad. Encuentra poco conveniente hablarle de los amigos en común, ya que
sabe que ella cortó relación con casi todos y que, además, los que él frecuenta
están, en el mejor de los casos, en su misma situación laboral y académica.
El tren se para a mitad del camino entre Longchamps y Glew y Julián lo percibe como una señal. Tiene que hablarle, tiene que pensar algo rápido. Empeiza a golpearse la cabeza repetidamente con mas fuerza que la vez anterior. Algunos pasajeros empiezan a alarmarse y se alejan evitando el contacto visual. Una anciana le toca el brazo y le pregunta “-¿estás bien nene?” Julián le dice que si con la cabeza y cierra los ojos con fuerza, como queriendo hacer jugo de pestañas. El tren reanuda su marcha. Julian se maldice por dentro por ser tan estúpido, tan fracasado. Tan idiota como para tener al único amor de su vida delante suyo y no saber que decirle. El tren va llegando a la estación a paso cansino. La anciana vuelve a acercarse a Julián, que esta al borde del llanto “-Se te cayó el marcador” le dice, señalando el piso. Por última vez, el poder de la casualidad.
El tren se para a mitad del camino entre Longchamps y Glew y Julián lo percibe como una señal. Tiene que hablarle, tiene que pensar algo rápido. Empeiza a golpearse la cabeza repetidamente con mas fuerza que la vez anterior. Algunos pasajeros empiezan a alarmarse y se alejan evitando el contacto visual. Una anciana le toca el brazo y le pregunta “-¿estás bien nene?” Julián le dice que si con la cabeza y cierra los ojos con fuerza, como queriendo hacer jugo de pestañas. El tren reanuda su marcha. Julian se maldice por dentro por ser tan estúpido, tan fracasado. Tan idiota como para tener al único amor de su vida delante suyo y no saber que decirle. El tren va llegando a la estación a paso cansino. La anciana vuelve a acercarse a Julián, que esta al borde del llanto “-Se te cayó el marcador” le dice, señalando el piso. Por última vez, el poder de la casualidad.
Lo que sucede en ese
instante es un prodigio. Julián mira el marcador y entiende todo. Lo
levanta del suelo, y sabiéndose apoyado del lado del andén, empieza a escribir.
En la misma ventanilla donde dibujo el dragoncito, escribe un mensaje que
empieza con el nombre de su amada bien grande y en mayúscula. Bianca tendrá que
verlo sí o sí.
A continuación arremete la catarsis y con la letra mas prolija que puede le confiesa todo lo que realmente siente por ella, lo desdichado que lo hace el abismo que se abrió entre ambos, que nunca pudo encontrar alguien que lo haga sentir así y como sueña con algún día ser mejor, terminar la escuela, empezar una carrera, conseguir un buen trabajo, no por un sueño personal, sino para merecerla. En pocos segundos, escribió un choclazo visceral, verdadero, sentido. Mientras el resto del pasaje lo miraba, seguro de su desequilibrio, dudando sobre su peligrosidad. Lo que quedaba era lo mas sencillo. Bajar, rápido, antes de que ella lo vea, evitando un verguenzón y dejar que el destino y Bianca hagan el resto.
Fue el primero en bajar, como un bólido cruzó la estación y empezó a caminar hacia su casa, ensimismado, con las manos en los bolsillos, pensando las variables, las consecuencias, desde las más bellas hasta las más terribles, de lo que acababa de hacer. De todas formas, pase lo que pase, se sentía satisfecho, como lleno. Por fin ella sabría exactamente cada detalle de lo que Julián fue acumulando en todo este tiempo. Todo ese amor, toda esa frustración. “Ella por fin lo va a saber. Clarito y sin vueltas” pensaba.
En eso estaba cuando un tropezón con una baldosa floja lo hizo caer en la cuenta de un pequeño detalle: Había olvidado firmar el mensaje. Ella podría leerlo y hasta gustarle lo que decía, pero nunca iba a saber que venía de su parte. En un segundo llegó a imaginar a un impostor, que haciéndose pasar por él, se quedaba con su chica. Julián, absolutamente estropeado empieza a patalear y gritar en medio de la calle. Toma su mochila y la revienta contra el suelo. Se golpea, se escupe. Finalmente se desploma en la vereda a llorar en soledad.
Quizá, para la parabólica posibilidad del idilio amoroso, resulte conveniente que no haya firmado el mensaje. De todas formas, pasajes como “te parto en cuatro, amor mío” o “lo que mas quiero es ser cajetilla como vó” difícilmente lograran enamorarla. Pero en el crudo, oscuro y turro mundo de lo enormemente posible, el pobre Julián se hubiera sacado un gran peso de encima.
A continuación arremete la catarsis y con la letra mas prolija que puede le confiesa todo lo que realmente siente por ella, lo desdichado que lo hace el abismo que se abrió entre ambos, que nunca pudo encontrar alguien que lo haga sentir así y como sueña con algún día ser mejor, terminar la escuela, empezar una carrera, conseguir un buen trabajo, no por un sueño personal, sino para merecerla. En pocos segundos, escribió un choclazo visceral, verdadero, sentido. Mientras el resto del pasaje lo miraba, seguro de su desequilibrio, dudando sobre su peligrosidad. Lo que quedaba era lo mas sencillo. Bajar, rápido, antes de que ella lo vea, evitando un verguenzón y dejar que el destino y Bianca hagan el resto.
Fue el primero en bajar, como un bólido cruzó la estación y empezó a caminar hacia su casa, ensimismado, con las manos en los bolsillos, pensando las variables, las consecuencias, desde las más bellas hasta las más terribles, de lo que acababa de hacer. De todas formas, pase lo que pase, se sentía satisfecho, como lleno. Por fin ella sabría exactamente cada detalle de lo que Julián fue acumulando en todo este tiempo. Todo ese amor, toda esa frustración. “Ella por fin lo va a saber. Clarito y sin vueltas” pensaba.
En eso estaba cuando un tropezón con una baldosa floja lo hizo caer en la cuenta de un pequeño detalle: Había olvidado firmar el mensaje. Ella podría leerlo y hasta gustarle lo que decía, pero nunca iba a saber que venía de su parte. En un segundo llegó a imaginar a un impostor, que haciéndose pasar por él, se quedaba con su chica. Julián, absolutamente estropeado empieza a patalear y gritar en medio de la calle. Toma su mochila y la revienta contra el suelo. Se golpea, se escupe. Finalmente se desploma en la vereda a llorar en soledad.
Quizá, para la parabólica posibilidad del idilio amoroso, resulte conveniente que no haya firmado el mensaje. De todas formas, pasajes como “te parto en cuatro, amor mío” o “lo que mas quiero es ser cajetilla como vó” difícilmente lograran enamorarla. Pero en el crudo, oscuro y turro mundo de lo enormemente posible, el pobre Julián se hubiera sacado un gran peso de encima.
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